24 de febrero de 2010

Resuelto a hacer la voluntad de Dios

Estamos en el año 29 E.C. Hace pocos días que Jesús ha escogido personalmente a sus primeros discípulos. Juntos se han dirigido al pueblo de Caná, situado en el distrito de Galilea, para asistir a un banquete de bodas. La madre de Jesús, María, también se encuentra allí. El vino se termina. María cree que su hijo debe hacer algo y le dice: “No tienen vino”. Pero Jesús le contesta: “¿Qué tengo que ver contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora” (Juan 1:35-51; 2:1-4).


La respuesta de Jesús: “¿Qué tengo que ver contigo, mujer?” es una forma antigua de pregunta que indica objeción a lo que se recomienda o propone. ¿Por qué objeta Jesús a las palabras de María? Pues bien, ya tiene 30 años de edad. Unas cuantas semanas antes ha sido bautizado, ungido con espíritu santo y presentado por Juan el Bautista como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29-34; Lucas 3:21-23). 

Ahora únicamente debe dirigirlo la Autoridad Suprema que lo ha enviado (1 Corintios 11:3). No puede permitirse que nadie, ni siquiera un familiar cercano, interfiera en la obra que él tiene que efectuar en la Tierra. 

La respuesta de Jesús a María expresa con claridad su determinación de hacer la voluntad de su Padre. Que nosotros también estemos igualmente resueltos a cumplir con ‘todo nuestro deber’ para con Dios (Eclesiastés 12:13).

María entiende la razón de las palabras de su hijo, de modo que inmediatamente se hace a un lado y ordena a los sirvientes: “Todo cuanto les diga, háganlo”. Y Jesús enseguida solventa el problema. Dice a los sirvientes que llenen de agua las tinajas, y convierte el agua en vino de gran calidad. Este suceso es el primero que demuestra su poder de obrar milagros y constituye una señal de que el espíritu de Dios está sobre él. Cuando los nuevos discípulos contemplan este milagro, su fe se fortalece (Juan 2:5-11).

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